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(1463-1494)
He leído en los antiguos escritos de los árabes,
padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál
era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo,
había respondido que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta
afirmación coincide aquella famosa de Hermes: "Gran milagro, oh
Asclepio, es el hombre". Sin embargo, al meditar sobre el
significado de estas afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas
las múltiples razones que son aducidas a propósito de la grandeza
humana: que el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano
de las inferiores, es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los
sentidos, por el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto,
es intérprete de la naturaleza; que, intermediario entre el tiempo y la
eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también connubio de
todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a
los ángeles. Cosas grandes, sin duda, pero no tanto como para que el
hombre reivindique el privilegio de una admiración ilimitada. Porque, en
efecto, ¿no deberemos admirar más a los propios ángeles y a los
beatísimos coros del cielo?
Pero, finalmente, me parece haber comprendido por
qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno,
por lo tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte
que le ha tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las
bestias, sino para los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa
increíble y estupenda! ¿Y por qué no, desde el momento que precisamente
en razón de ella el hombre es llamado y considerado justamente un gran
milagro y un ser animado maravilloso?
Pero escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de grandeza y presten, en su cortesía, oído benigno a este discurso mío.
Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido
con leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos,
augustísimo templo de la divinidad.
Había embellecido la región supraceleste con
inteligencia, avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con
una turba de animales de toda especie las partes viles y fermentantes
del mundo inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que
hubiese alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, amara
su belleza y admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo
(como Moisés y Timeo lo testimonian) pensó por último en producir al
hombre.
Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba
ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los
tesoros para conceder en herencia al nuevo hijo, ni sitio alguno en todo
el mundo donde residiese este contemplador del universo. Todo estaba
distribuido y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados.
Pero no hubiera sido digno de la potestad paterna el decaer ni aun casi
exhausta, en su última creación, ni de su sabiduría el permanecer
indecisa en una obra necesaria por falta de proyecto, ni de su benéfico
amor que aquél que estaba destinado a elogiar la munificencia divina en
los otros estuviese constreñido a lamentarla en sí mismo.
Estableció por lo tanto el óptimo artífice que
aquél a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto
le había sido dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al
hombre que así fue construido, obra de naturaleza indefinida y,
habiéndolo puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera:
-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni
un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que
poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas
y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza
definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por
mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te
la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he
puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto
en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni
inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti
mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás
degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás
regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que Son
divinas.
¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y
admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo
que desee, ser lo que quiera!
Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan
consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán
después. Los espíritus superiores, desde un principio o poco después,
fueron lo que serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el
padre le confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y
según como cada hombre los haya cultivado, madurarán en él y le darán
sus frutos. Y si fueran vegetales, será planta; si sensibles, será
bestia; si racionales, se elevará a animal celeste; si intelectuales,
será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de ninguna
criatura, se repliega en el centro de su unidad, transformando en un
espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que
fue colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará a todas.
¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más
bien, ¿quién admirará más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio
el Ateniense, en razón del aspecto cambiante y en razón de una
naturaleza que se transforma hasta a sí misma, cuando dice que en los
misterios el hombre era simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis
celebradas por los hebreos y por los pitagóricos. También la más
secreta teología hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya en aquel
ángel de la divinidad, llamado "malakhha-shekhinah", ya, según otros en
otros espíritus divinos. Y los pitagóricos transforman a los malvados en
bestias y, de dar fe a Empédocles, hasta en plantas. A imitación de lo
cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina
acaba por volverse una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace
la planta, sino su naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que
hace la bestia de labor, sino el alma bruta y sensual; ni la forma
circular del cielo, sino la recta razón, ni la separación del cuerpo
hace el ángel, sino la inteligencia espiritual.
Por ello, si ves a alguno entregado al vientre
arrastrarse por el suelo como una serpiente no es hombre ése que ves,
sino planta. Si hay alguien esclavo de los sentidos, cegado como por
Calipso por vanos espejismos de la fantasía y cebado por sensuales
halagos, no es un hombre lo que ves, sino una bestia. Si hay un filósofo
que con recta razón discierne todas las cosas, venéralo: es animal
celeste, no terreno. Si hay un puro con templador ignorante del cuerpo,
adentrado por completo en las honduras de la mente, éste no es un animal
terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más augusto, revestido de
carne humana.
¿Quién, pues, no admirará al hombre? A ese hombre
que no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es
designado ya con el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda
criatura, precisamente porque se forja, modela y transforma a sí mismo
según el aspecto de todo ser y su ingenio según la naturaleza de toda
criatura.
Por esta razón el persa Euanthes, allí donde expone
la teología caldea, escribe: "El hombre no tiene una propia imagen
nativa, sino muchas extrañas y adventicias". De aquí el dicho caldeo:
"Enosh hushinnujim vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre es
animal de naturaleza varia, multiforme y cambiante.
Pero ¿a qué destacar todo esto? Para que
comprendamos, desde el momento que hemos nacido en la condición de ser
lo que queramos, que nuestro deber es cuidar de todo esto: que no se
diga de nosotros que, siendo en grado tan alto, no nos hemos dado cuenta
de habernos vuelto semejantes a los brutos y a las estúpidas bestias de
labor.
Mejor que se repita acerca de nosotros el dicho del
profeta Asaf: "Ustedes son dioses, hijos todos del Altísimo". De modo
que, abusando de la indulgentísima liberalidad del Padre, no volvamos
nociva en vez de salubre esa libre elección que Él nos ha concedido.
Invada nuestro ánimo una sacra ambición de no saciarnos con las cosas
mediocres, sino de anhelar las más altas, de esforzamos por alcanzarlas
con todas nuestras energías, dado que, con quererlo, podremos.
Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las
astrales y, abandonando todo lo mundano, volemos a la sede ultra
mundana, cerca del pináculo de Dios. Allí, como enseñan los sacros
misterios, los Serafines, los Querubines y los Tronos ocupan los
primeros puestos. También de éstos emulemos la dignidad y la gloria,
incapaces ahora desistir e intolerantes de los segundos puestos. Con
quererlo, no seremos inferiores a ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Cómo
procederemos? Observemos cómo obran y cómo viven su vida.
Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo),
habremos igualado ya su suerte. Arde el Serafín con el fuego del amor;
fulge el Querubín con el esplendor de la inteligencia; está el trono en
la solidez del discernimiento. Por lo tanto, si, aunque entregados a la
vida activa, asumimos el cuidado de las cosas inferiores con recto
discernimiento, nos afirmaremos con la solidez estable de los Tronos.
Si, libres de la acción, nos absorbemos en el ocio de la contemplación,
meditando en la obra al Hacedor y en el Hacedor la obra,
resplandeceremos rodeados de querubínica luz. Si ardemos sólo por el
amor del Hacedor de ese fuego que todo lo consume, de inmediato nos
inflamaremos en aspecto seráfico.
Sobre el Trono, vale decir, sobre el justo juez,
está Dios, juez de los siglos. Por encima del Querubín, esto es, por
encima del contemplante, vuela Dios que, como incubándolo, lo calienta.
El espíritu del Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas
aguas, digo, que están sobre los cielos y que, como está escrito en Job,
alaban a Dios con himnos antelucanos. El seráfico, esto es, amante,
está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno solo.
Grande es la potestad de los Tronos y la
alcanzaremos con el juicio; suma es la sublimidad de los Serafines y la
alcanzaremos con el amor.
Pero ¿cómo se puede juzgar o amar lo que no se
conoce? Moisés amó al Dios que vio y promulgó al pueblo, como juez, lo
que primero había visto en el monte. He aquí por qué está el Querubín en
el medio, con "su luz que nos prepara para la llama seráfica" y, a la
vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.
Este es el nudo de las primeras mentes, el orden
paládico que preside la filosofía contemplativa: esto es lo que primero
debemos emular, buscar y comprender para que así podamos ser arrebatados
a los fastigios del amor y luego descender prudentes y preparados a los
deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la
vida querubínica, el precio de tal operar es éste: tener claramente ante
los ojos en qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus
obras. Siéndonos esto inalcanzable, somos carne y nos apetecen las cosas
terrenas, apoyémonos en los antiguos Padres, los cuales pueden
ofrecemos un seguro y copioso testimonio de tales cosas, para ellos
familiares y allegadas.
Preguntemos al apóstol Pablo, vaso de elección, qué
fue lo que hicieron los ejércitos de los querubines cuando él fue
arrebatado al tercer cielo. Nos responderá como interpreta Dionisio: que
se purificaban, eran iluminados y se volvían finalmente perfectos.
También nosotros, pues, emulando en la tierra de la
vida querubínica, refrenando con la ciencia moral el ímpetu de las
pasiones, disipando la oscuridad mental con la dialéctica, purifiquemos
el alma, limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para
que los afectos no se desencadenen ni la razón delire.
En el alma entonces, así compuesta y purificada,
difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la
perfección con el conocimiento de las cosas divinas.
Y para no restringimos a nuestros Padres,
consultemos al patriarca Jacob, cuya imagen refulge esculpida en la sede
de la gloria. El patriarca sapientísimo nos enseñará que mientras
dormía en el mundo terreno, velaba en el reino de los cielos. Nos
enseñará mediante un símbolo (todo se presentaba así a los patriarcas)
que hay escalas que del fondo de la tierra llegan al sumo cielo,
distinguidas en una serie de muchos escalones: en la cúspide: se sienta
el Señor, mientras los ángeles contempladores alternativamente suben y
bajan. Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando la vida de los
ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escalas del Señor o con los
pies impuros o con las manos poco limpias? Al impuro, según los
misterios, le está vedado tocar lo que es puro.
Pero, ¿qué son estos pies y estas manos? Sin duda
el pie del alma es esa parte vilísima con que se apoya en la materia
como en el suelo: y yo la entiendo como el instinto que alimenta y ceba,
pábulo de líbido y maestro de sensual blandura. ¿Y por qué llamaremos
manos del alma a lo más irascible que, soldado de los apetitos por ellos
combate y rapaz, bajo el polvo y el sol, pilla lo que el alma habrá de
gozar adormilándose en la sombra? Para no ser expulsados de la escala
como profanos e inmundos, estos pies y estas manos, esto es, toda la
parte sensible en que tienen sede los halagos corporales que, como suele
decirse, aferran el alma por el cuello, lavemos con la filosofía moral,
como en agua corriente.
Pero tampoco bastará esto para volverse compañero
de los ángeles que deambulan por la escala de Jacob si primero no hemos
sido bien instruidos y habilitados para movernos con orden, de escalón
en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su
tránsito. Cuando hayamos conseguido esto con el arte discursivo y
raciocinante y ya animados por el espíritu querúbico, filosofando según
los escalones de la escala, esto es, de la naturaleza, y escrutando todo
desde el centro y enderezando todo al centro, ora descenderemos,
desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple, como Osiris, ora
nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo uno como
los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre,
que está en la cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad
teológica.
Y preguntemos al justo Job, que antes de ser traído
a la vida hizo un pacto con el Dios de la vida, qué es lo que el sumo
Dios prefiere sobre todo en esos millones de ángeles que están junto a
él. "La Paz", responderá seguramente, según lo que se lee en su propio
libro: "[Dios es] Aquél que hace la paz en lo alto de los cielos". Y
puesto que el orden medio interpreta los preceptos del orden superior
para los inferiores, las palabras del teólogo Job nos sean interpretadas
por el filosofo Empédocles. Éste, como lo testimonian sus carmenes,
simboliza con el odio y con el amor, esto es, con la guerra y con la
paz, las dos naturalezas de nuestra alma por las cuales somos levantados
al cielo o precipitados a los infiernos. Y él, arrebatado en esa lucha y
discordia, a semejanza de un loco, se duele de ser arrastrado al
abismo, lejos de los dioses.
Sin duda, oh Padres, múltiple es la discordia en
nosotros; tenemos graves luchas internas peores que las guerras civiles.
Si queremos huir de ellas, si queremos obtener esa paz que nos lleva a
lo alto entre los elegidos del Señor, sólo la filosofía moral podrá
tranquilizarlas y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece
tregua con sus enemigos y frena los descompuestos tumultos de la bestia
multiforme y el ímpetu, el furor y el asalto del león. Entonces, si más
solícitos de nuestro bien, deseamos la seguridad de una paz perpetua,
ésta vendrá y colmará abundantemente nuestros votos: muertas la una y la
otra bestia, como víctimas inmoladas, quedará sancionado entre la carne
y el espíritu un pacto inviolable de paz santísima. La dialéctica
calmará los desórdenes de la razón tumultuosamente mortificada entre las
pugnas de las palabras y los silogismos capciosos. La filosofía natural
tranquilizará los conflictos de la opinión y las disensiones que
trabajan, dividen y laceran de diversos modos el alma inquieta. Pero los
tranquilizará de modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha
dicho Heráclito, es engendrada por la guerra y por eso llamada por
Homero "contienda".
Por eso no puede damos verdadera quietud y paz
estable, don y privilegio, en cambio, de su señora, la santísima
teología. Ésta nos mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de guía, y
la paz viendo de lejos que nos aproximamos, "Vengan a mí", gritará,
"ustedes que están cansados, vengan y los restauraré, vengan a mí y les
daré la paz que el mundo y la naturaleza no puede darles".
Tan suavemente llamados, tan benignamente
invitados, con alados pies como terrenos Mercurios, volando hacia el
abrazo de la beatísima madre, la ansiada paz gozaremos; paz santísima,
indisoluble unión, amistad unánime por la cual todos los seres animados
no sólo coinciden en esa Mente única que está por encima de toda mente,
sino que de un modo inefable se funden en uno sólo. Esta es la amistad
que los pitagóricos llaman el fin de toda la filosofía, ésta la paz que
Dios actúa en sus cielos y que los ángeles que descendieron a la tierra
anunciaron a los hombres de buena voluntad para que también los hombres,
ascendiendo al cielo, por ella se volviesen ángeles.
Esta paz auguremos a los amigos, auguremos a
nuestro siglo, auspiciemos en toda casa en que entremos, invoquémosla
para nuestra alma para que vuelva así morada de Dios, para que,
expulsada la impureza con moral y con la dialéctica se adorne con toda
la filosofía como con áulico ornamento, corone el frontón de las puertas
con la diadema de la teología, de modo que así descienda sobre ella el
Rey de la gloria y, viniendo con el Padre, ponga mansión con ella. Y si
el alma se ha hecho digna de tal huésped, ya que la bondad de Él es
inmensa, revestida de oro como de veste nupcial y de la múltiple
variedad de las ciencias, acogerá el magnífico huésped no ya como
huésped, sino como esposo, con tal de no ser de Él separada, deseará
apartarse de su gente y, olvidada de la Casa de su padre y hasta de sí
misma, ansiará morir para vivir en el esposo a cuya vista es preciosa la
muerte de los santos. Muerte he dicho, si muerte puede llamarse esa
plenitud de vida cuya meditación de los sabios dijeron que era el
estudio de la filosofía.
Y también invocamos a Moisés, en poco inferior a
esa rebosante plenitud de sacrosanta e inefable inteligencia con cuyo
néctar los ángeles se embriagan. Oiremos al juez venerando dictarnos así
leyes, a nosotros que habitamos en la desierta soledad del cuerpo:
"Aquéllos que, aún impuros, necesiten de la moral, habiten con el vulgo
fuera del tabernáculo, bajo el cielo descubierto como los sacerdotes
tesalios, hasta que estén purificados. Aquéllos, en cambio, que ya
compusieron sus costumbres, acogidos en el santuario, no toquen todavía
las cosas sagradas, sino, a través de un noviciado dialéctico, como
celosos levitas presten servicio en los sagrados oficios de la
filosofía. Admitidos al fin también ellos, contemplen, en el sacerdocio
de la filosofía, ya el multicolor, es decir, sidéreo ornamento del
palacio de Dios, ya el celeste candelabro de siete llamas, ya los
elementos de piel, para que, acogidos finalmente en las profundidades
del templo por méritos de la sublimidad teológica, apartado todo velo de
imágenes, de la gloria de la divinidad. Esto ciertamente nos ordena
Moisés y, ordenando así, nos aconseja, nos incita y nos exhorta a
preparamos por medio de la filosofía, mientras podamos, el camino de la
futura gloria celeste.
Pero no sólo los misterios mosaicos y los misterios
cristianos, sino asimismo la teología de los antiguos nos muestra el
valor y la dignidad de estas artes liberales de las cuales he venido a
discutir. ¿Qué otra cosa quieren significar, en efecto, en los misterios
de los griegos los grados habituales de los iniciados, admitidos a
través de una purificación obtenida con la moral y la dialéctica, artes
qué nosotros consideramos ya artes purificatorias? ¿Y esa iniciación,
qué otra cosa puede ser sino la interpretación de la más oculta
naturaleza mediante la filosofía?
Y finalmente, cuando estaban así preparados,
sobrevenía la famosa Epopteia, vale decir, la inspección de las cosas
divinas mediante la teología. ¿Quién no desearía ser iniciado en tales
misterios? ¿Quién, desechando toda cosa terrena y despreciando los
bienes de la fortuna, olvidado del cuerpo, no deseará, todavía peregrino
en la tierra, llegar a comensal de los dioses y, rociado del néctar de
la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la inmortalidad?
¿Quién no deseará estar así inspirado por aquella divina locura
socrática, exaltada por Platón en el Fedro, ser arrebatado con rápido
vuelo a la Jerusalén celeste, huyendo con el batir de las alas y de los
pies de este mundo, reino maligno?
¡Oh sí, que nos arrebaten, oh padres, que nos
arrebaten los socráticos furores sacándonos fuera de la mente hasta el
punto de ponernos a nosotros y a nuestra mente en Dios!
Y ciertamente que por ellos seremos arrebatados si
antes hemos cumplido todo cuanto está en nosotros; si con la moral, en
efecto, han sido refrenados hasta sus justos límites los ímpetus de las
pasiones, de modo que éstas se armonicen recíprocamente con estable
acuerdo: si la razón procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos
embriagaremos, como excitados por las Musas, con la armonía celeste.
Entonces Baco, señor de las Musas, manifestándose a nosotros, vueltos
filósofos, en sus misterios, esto es, en los signos visibles de la
naturaleza, los invisibles secretos de Dios, nos embriagará con la
abundancia de la mansión divina en la cual, si somos del todo fieles
como Moisés, la sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice
furor.
Sublimados, en efecto, en su excelsa atalaya,
refiriendo a la medida de lo eterno las cosas que son, que fueron y que
serán, y observando en ellas la original belleza, cual febeos vates, sus
amadores alados, hasta que, puestos fuera de nosotros en un indecible
amor, poseídos por un estro y llenos de Dios como Serafines ardientes,
ya no seremos más nosotros mismos, sino Aquél que nos hizo.
Los sacros nombres de Apolo, si alguien escruta a
fondo sus significados y los misterios encubiertos, demuestran
suficientemente que este dios era filosofo no menos que poeta. Pero
habiendo ya copiosamente ilustrado esto Ammonio, no hay razón para que
yo lo trate de otra manera. Recordemos, no obstante, oh padres, los tres
preceptos délficos indispensables a aquéllos que están por entrar en el
sacrosanto y augustísimo templo, no del falso sino del verdadero Apolo
que ilumina toda alma que viene a este mundo: verán que no reclaman otra
cosa que no sea abrazar con todas nuestras fuerzas aquella triple
filosofía sobre la que ahora discutimos.
En efecto, aquel medén agan, esto es, "nada con
exceso", prescribe rectamente la norma y la regla de toda virtud según
el criterio del justo medio, del cual trata la moral. Y el famoso gnothi
seautón, esto es, "conócete a ti mismo", incita y exhorta al
conocimiento de toda la naturaleza, de la cual el hombre es intersticio y
como connubio. Quien, en efecto, se conoce a sí mismo, todo en sí mismo
conoce, como ha escrito primero Zoroastro y después Platón en
Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal conocimiento por la filosofía
natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el saludo teológico Él,
esto es, Tú eres, llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente.
Interrogaremos también al sapientísimo Pitágoras,
sabio sobre todo por no haberse nunca considerado digno de tal nombre.
Nos prescribirá en primer lugar, "No sentamos sobre el celemín", esto
es, no dejar inactiva aquella parte racional con la cual el alma mide
todo, juzga y examina, sino dirigirla y mantenerla pronta con el
ejercicio y la regla de la dialéctica. Nos indicará luego dos cosas que
hay que primero evitar: "Orinar frente al Sol" y "Cortarnos las uñas
durante el sacrificio". Sólo cuando con la moral hayamos expulsado de
nosotros los apetitos superfluos de la voluntad y hayamos despuntado las
garras ganchudas de la ira y los aguijones del ánimo, sólo entonces
empezaremos a intervenir en los sagrados misterios de Baco, de los
cuales hemos hablado, y a dedicarnos a la contemplación de la cual el
Sol es merecidamente reputado padre y señor. Nos aconsejará, en fin,
"alimentar el gallo", de saciar con el alimento y la celeste ambrosía de
las cosas divinas la parte divina de nuestra alma. Es éste el gallo
cuyo aspecto teme y respeta el león, esto es toda potestad terrena. Es
éste el gallo al cual según Job fue dada la inteligencia. Al canto de
este gallo se orienta el hombre extraviado. Este es el gallo que canta
cada día al alba, cuando los astros matutinos alaban al Señor. Este es
el gallo que Sócrates moribundo, en el momento en que esperaba reunir lo
divino de su alma con la divinidad del Todo y ya lejos del peligro de
enfermedad corpórea, dijo ser deudor a Esculapio, o sea, el médico de
las almas.
Examinemos también los documentos de los caldeos y,
si les damos fe, encontraremos que en virtud de las mismas artes se
abre a los mortales la vía de la felicidad. Escriben los intérpretes
caldeos que fue sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, al
caérseles las alas, se precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo
cuando de nuevo le crecen. Habiéndole preguntado los discípulos de qué
modo podrían volver al alma apta para el vuelo, con las alas bien
emplumadas, respondió: "Rociar las alas con las aguas de la vida". Y
habiéndole preguntado a su vez dónde podrían alcanzar estas aguas, les
respondió, según su costumbre, con una parábola: "El paraíso de Dios
está bañado e irrigado por cuatro ríos: alcancen allí las aguas
salvadoras". El nombre del río que corre en el Septentrión se dice
Pischon, que significa justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon,
vale decir, expiación; el de oriente se llama Chiddekel, y quiere decir
luz, y el que corre, en fin, a mediodía, se llama Perath, y se puede
interpretar fe. Fíjense, oh padres, y consideren con atención el
significado de estos dogmas de Zoroastro. No significan, ciertamente,
sino que purifiquemos la legañosidad de los ojos con la ciencia moral,
como con ondas occidentales; que con la dialéctica, como un nivel
boreal, fijemos atentamente la mirada; que luego debemos habituamos a
soportar en la contemplación de la naturaleza de la luz todavía débil de
la verdad, como primer indicio del sol naciente; hasta que, por último,
mediante la piedad teológica y el santísimo culto de Dios, podamos
resistir vigorosamente, como águilas del cielo, el fulgurante esplendor
del sol a mediodía.
Estos son, acaso, los conocimientos matutinos,
meridianos y vespertinos cantados primero por David y después explicados
más ampliamente por Agustín. Esta es la luz esplendente que inflama
directa a los Serafines y que al par ilumina a los Querubines. Esta es
la razón a que siempre tendía el padre Abraham. Este es el lugar donde,
según la enseñanza de los cabalistas y los moros, no hay sitio para los
espíritus inmundos.
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